Oct 17, 2008

Robert Kurz: La Cultura Como Degradación De La Política

La mejor demostración del Fin de la Política es que el arte se ha vuelto político. Decir Arte Político es describir un simulacro, un fantasma ,una superstición, una farsa. El arte y la cultura han dirigido desde los 60, y de manera escalonada las fases de degradación de la política bajo el amparo y financiación de las corporaciones. De Rockefeller a Unilever; desde la lucha primordial de intervención en las relaciones económicas y legales hasta su degradación contemporánea bajo la regulación tiránica de un mundo de mercado que no necesita de la política como predijo el propio Rockefeller. La política y la crítica son solo el juguete, la muñeca inflable, el fetiche erótico (desde Bob Dylan ser artista político es inocuo pero sexy y eso lo ha entendido a cabalidad el “artista héroe” contemporáneo a la hora de venderse), que el capitalismo corporativo deja a los artistas sirvientes y en general al sistema cultural como última etapa de su magnicidio. Decir Arte Político es decir Arte bailando sobre la tumba de la Política. La degradación de la política encuentra su suero teórico en teorías decorativas y autoindilgentes, cuando no posmo-fascistas como las de Rancière y es por eso que vale la pena una aproximación contrapuntística a autores como Robert Kurz (1943) que ponen en evidencia cómo funciona la promiscua relación de servidumbre que existe entre cultura y política en nuestros días y que es el síntoma del fin de ésta.

Carlos Salazar

La degradación de la cultura Robert Kurz

Para la mayoría de las personas, una crítica fundamental de la economía moderna es una locura tan grande como intentar atravesar un muro en lugar de utilizar la puerta. Vista a distancia, esta economía parece tener las características de la locura. Pero dado que las leyes de la máquina capitalista se han internalizado universalmente, se las acepta como norma; porque cuando los locos son mayoría, la locura se convierte en un deber del ciudadano. Bajo esta presión, la crítica social huye del campo de la economía en busca de una alternativa. Esto es precisamente lo que hace la izquierda cuando se toca el nervio de las condiciones económicas prevalentes: que a uno se le recuerde su rendición incondicional, duele. Por eso la izquierda, desarmada teóricamente, prefiere renunciar a cualquier crítica seria del mercado, del dinero y del fetichismo de las mercancías como un “economicismo” anticuado y estéril que personalmente ha dejado atrás hace ya mucho tiempo.

¿Y de qué se puede ocupar una crítica social cuando ha dejado de ser lo que es? En el pasado, el principal campo de evasión era la política. Entonces se pretendía la regulación de los asuntos públicos (y también hasta de la economía) del sistema de producción de mercancías, por los miembros de la sociedad dentro de las instituciones políticas con un “discurso de razón”. De esto no queda casi nada. La política hace ya mucho que ha sido degradada a un espacio funcional secundario y dependiente de la economía totalitaria. Hoy en día, el fin capitalista ha engullido lo que antes se tomaba como “relativa independencia” de la política. Por esto la crítica social en la era posmoderna huye de la política para refugiarse en la cultura, al igual que antes huyera de la economía a la política. La izquierda posmoderna se ha convertido en “culturalista” en todos los aspectos y con toda seriedad, cree que de algún modo puede actuar “subversivamente” en el campo del arte, la cultura de masas, los medios de comunicación y la teoría sobre los medios, habiendo renunciado ya prácticamente a la crítica de la economía capitalista, la cual solamente menciona sin interés alguno.

Pero no importa a qué área de la sociedad haya huido la izquierda ahora-sin-crítica-económica; la economía capitalista está siempre ahí, sonriéndole despreciativamente. Es verdad, “que esta economía se ha divorciado de la sociedad”, como la crítica social francesa Viviane Forrester escribe en su libro sobre “el terror de la economía”. Sin embargo, el capitalismo se ha olvidado de la sociedad solamente en un sentido social, pero sin soltarla de sus garras. Por el contrario, la economía totalitaria vigila celosamente para que nada ocurra en la Tierra que no sirva directamente al fin en sí mismo de maximizar beneficios. Actualmente, esto también es aplicable a la cultura. Así pues, la economía moderna se ha desarrollado de igual manera que el ámbito capitalista de la producción industrial se segregó del resto de las áreas de la vida. La cultura, en su sentido más amplio, era una actividad “extra económica” y fue proscrita al llamado “tiempo de ocio” como una negación de la vida. Ésta fue la primera degradación de la cultura de la era moderna: en cierto modo, la cultura se transformó en una actividad no seria y en un mero “tiempo residual”; pero tan pronto como el capitalismo controló completamente la reproducción material de la sociedad, su insaciable apetito se extendió a los elementos inmateriales de la vida y comenzó a coleccionar una por una las actividades sociales segregadas y las subyugó lo más posible a su inherente racionalidad administrativa comercial. Ésa fue la segunda degradación de la cultura: se industrializó ella misma.

Lo que Marx dijo sobre la transformación de la producción material ha vuelto a repetirse, pues la cultura también ha experimentado la transición de la sumisión “formal” a la sumisión “real” al capital: al principio, los activos culturales estaban asimilados sólo formalmente; más tarde, fueron asimilados como objetos reales para comprar y vender según la lógica del dinero. De esta forma, a lo largo del siglo XX, su creación fue basándose cada vez más en los principios capitalistas. El capital ya no se conformaba únicamente con ser el agente de circulación de activos culturales; ahora quería controlar la totalidad del proceso de reproducción. Arte y cultura de masas, ciencia y deporte, religión y erotismo fueron produciéndose cada vez más como automóviles, frigoríficos o detergente. Con ello, los productores de cultura perdieron su “relativa independencia”. De igual manera, la producción de canciones y novelas, de descubrimientos científicos y reflexiones teóricas, de películas, pinturas y sinfonías y de eventos deportivos y espirituales pudo tener lugar únicamente como una producción de capital (plusvalía). Ésta fue la tercera degradación de la cultura.

En cualquier caso, en la época de prosperidad que siguió a la Segunda Guerra Mundial, existió en muchos países una especie de parachoques social que protegía parcialmente la cultura del completo control de la economía. Este era el mecanismo de la redistribución keynesiana. El “gasto deficitario” no alimentó solamente el armamento militar y el estado de bienestar, sino también ciertas áreas de la cultura. Naturalmente, el subsidio estatal a la cultura imponía severas restricciones a su independencia. Sin embargo, el control estatal podía ser debatido públicamente y no era completo. En casos de conflicto, se podía hablar con los funcionarios y los políticos, pero no con impersonales “leyes de mercado”. Con la mediación de la “cultura keynesiana”, una parte de la producción cultural sólo dependía indirectamente de la lógica del dinero. Mientras la radio y la televisión, las universidades y las galerías de arte y los proyectos artísticos y teóricos estuvieron dirigidos o subvencionados por el Estado, no tenían que someterse directamente a los criterios de administración comercial y existía cierto margen para la reflexión crítica, para experimentos y para las artes menores “no lucrativas” sin la inmediata amenaza de sanciones materiales.

Esta situación cambió completamente a partir de la nueva crisis mundial y la correspondiente campaña neoliberal. El final del socialismo y del keynesianismo tenía que golpear más fuerte a la cultura, pues naturalmente sus subvenciones fueron lo primero que se eliminó. Los Estados no se desarmaron militarmente, sino culturalmente.

En una pequeña franja del espectro cultural, el apoyo estatal ha sido sustituido por el privado. Ya no hay derechos civiles sociales y culturales, sólo el capricho caritativo de los capitalistas ganadores. Los productores de cultura están sometidos a los antojos personales de los potentados del mercado y de los mandarines ejecutivos, a cuyas aburridas esposas sirven de hobby y pasatiempo. Como bufones y sirvientes de la Edad Media, tienen que lucir los logos y los emblemas de sus amos para ser de utilidad en el marketing.

Para la inmensa mayoría de las artes, las ciencias y las actividades culturales de todo tipo ya no es posible ni el humillante y arbitrario patrocinio. Actualmente y más que nunca, éstas están sometidas directamente y sin filtros a los mecanismos de mercado. Los institutos científicos y los clubes deportivos deben cotizar en bolsa; las universidades y los teatros deben producir beneficios; la literatura y la filosofía deben someterse a las leyes de la producción en masa. Sólo obtiene acceso a los grandes canales de distribución lo que es útil como oferta de actividades recreativas de los siervos del mercado. Por consiguiente, en la remuneración de prestaciones culturales se producen grotescas distorsiones: mientras que los futbolistas y tenistas obtienen ingresos millonarios, los productores de crítica y reflexión, de descripción e interpretación del mundo se hunden en el estatus de limpiadores de letrinas. Mediante la racionalización capitalista de los medios, en el área de la cultura ahora se aplican sueldos bajos, terciarización y una administración mercantil de traficantes de esclavos.

El resultado sólo puede ser la destrucción del contenido cualitativo de la cultura. Los trabajadores de la cultura y los medios –mal pagados, socialmente degradados y perseguidos– engendran productos miserables, cosa que también ocurre en muchas otras áreas. Asimismo, la brutal reducción del tiempo de preparación y la distribución masiva de mercado, elimina de manera eficaz todo lo que intente ser algo más que un producto unidireccional.

La incontrolada lógica del dinero también deja su rastro de destrucción en las ciencias. Dado que, por su naturaleza, las ciencias humanas y sociales no pueden ser mercantilizadas, están siendo extirpadas de los servicios académicos como malas hierbas. Sobre todo los centros de historia están siendo sometidos a “atropellos” y a la retención de fondos, porque un mercado sin historia ya no necesita un pasado. La ciencia puramente natural ha sustituido a la filosofía y a la teoría social para siempre; pero también las ciencias naturales y la investigación pura están siendo devaluadas y estranguladas a favor de la investigación comisionada del capital.

Estas tendencias llevan necesariamente al colapso de la subjetividad cultural en la sociedad burguesa, igual que ya devaluaron la subjetividad política y religiosa sin poner nada nuevo en su lugar. Actualmente, ni siquiera un conservador “es” conservador; él o ella ya no es más que alguien que vende conservadurismo, como otros venden puré de tomate o cordones para zapatos. El actual papa ortodoxo ha resultado ser un especialista de marketing para eventos religiosos. Dentro de poco, las iglesias y las sectas irán a la bolsa y entrarán en el mercado de religiones de acuerdo con los principios del valor accionario. Los artistas y los científicos están experimentando ahora el mismo marchitamiento de su personalidad. Si se apresuran a obedecer pensando y produciendo a priori en las categorías de lo vendible, habrán perdido su causa y sólo podrán ratificar su rendición, como el célebre pintor Baselitz hizo en un momento de verdad cuando volvió sus cuadros contra la pared.

El “economicismo” no es el pensamiento errado y desequilibrado de unos marxistas incorregibles; es la tendencia real del orden social dominante hacia el totalitarismo económico, que quizá está propinando su último y más violento coletazo. Sin embargo, el capitalismo no puede existir por sí mismo. Lo mismo que la industria farmacéutica perderá su última fuente de conocimiento y material cuando las selvas ecuatoriales hayan sido finalmente destruidas, la industria de la cultura se agostará cuando no le queden más subculturas creativas que succionar. Una sociedad que no puede reflexionar sobre sí misma y compuesta únicamente de pintura y vendedores impertinentes es social y económicamente intolerable.

Para los productores de cultura, arte y pensamiento reflexivo ya no existen razones para ponerse al servicio del capitalismo tiránico y miserable pagador y buscar halagos en el desierto del mercado posmoderno. Si les queda un resto de dignidad, tendrán que emigrar interiormente y declarar secretamente al menos su irreconciliable hostilidad a las leyes de mercado. Esta intención no puede ser pasiva; tiene que ser activa. Quizá los productores de cultura debieran formar grupos, cooperativas, gremios, clubes y asociaciones anticapitalistas que no quieran vender nada, sino tan sólo salvar los recursos culturales de la barbarie del mercado. Esta postura tiene que distinguirse especialmente del conservadurismo cultural -que es siempre conforme con el poder- mediante la unión con los injuriados y malmirados y dando expresión cultural a la miseria social en lugar de hacer coro con el feliz positivismo de los optimistas posmodernos.

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Traducción del alemán al inglés de R. T. Traducción del inglés al español: Miguel Alonso. http://obeco.planetaclix.pt/. Contracorriente.

Nacido en 1943, Robert Kurz estudió filosofía, historia y pedagogía. Vive en Nurenberg como publicista autónomo, escritor y periodista. Es cofundador y editor de la revista teórica “EXIT-Kritik und Krise da Warengesellschaft” (“EXIT-Crítica y crisis de la sociedad de la mercancía”). El área de sus obras incluye teoría de la crisis y la modernización, análisis crítico del sistema del mundo capitalista, la crítica del iluminismo y la relación entre cultura y economía. Difunde sus ensayos con regularidad en periódicos y revistas de Alemania, Austria, Suiza y Brasil. Su libro El Calapso de la modernización (1991), también editado en Brasil como O Retorno de Potemkine (1994) y El último combate (1998) provocaron una fenomenal discusión, no solo en Alemania. Recientemente publicó a Schwarzbuch Kapitalismus (El Libro Negro del capitalismo) en 1999, Weltordnungskrieg (La guerra del ordenamiento de mundo), Die Antideutsche Ideologie (La ideologia antialemana) en 2003, y Blutige Vernunft (la razón sangrienta) en 2004.