“Los efectos son inmediatos y consisten en una elevación de la autoestima y la confianza en uno mismo, acompañado de una gran locuacidad, excitación (pudiendo llegarse a una irritabilidad extrema). El efecto dura relativamente poco tiempo (unos 30-60 minutos) y, en cuanto empieza a declinar, el sujeto experimenta ansiedad por recibir otra dosis.”
¿Porqué por alguna razón la descripción de los efectos de la cocaína nos recuerda sorprendentemente la de los efectos que el arte produce en los espectadores en éste tipo de eventos? El arte, la droga legal, es distribuída en cambio gratuitamente y es financiada por el Estado y la Universidad. Al igual que la cocaína, realza en quien la consume su yo heróico y le hace creer que es la solución a los problemas de su entorno social. El arte como la cocaína es una droga social y relacional.
Entre distribuir cocaína y distribuir “política” en un festival de performance solo hay una diferencia de tipo moral. Y éste, condenando a aquella, un ejemplo de doble moral e hipocresía. La cocaína fué la droga recreativa de la Era Reagan por excelencia. El Arte Político, incluído el de Bruguera, la droga recreativa de la primera década del siglo XXI, el Mainstream crítico y docente su dealer y las bases políticamente analfabetas a las que éstas dirigen hacia la dictadura de la “Plástica Social” para establecerla como monopolio de mercado, sus víctimas. En el caso de Bruguera afortunadamente el desprestigio proviene del mismo medio que ha propiciado su existencia. Un síntoma de que la nuturaleza circence que el arte ha dado a la política no es un estigma que provenga de críticas exteriores a éste (la “derecha”). El camino hacia su desprestigio pasa por la naturaleza enferma de su propia dependencia y los efectos de su narcosis ideológica. Nadie más tiene la culpa.